EL MAGO AVARIENTO
Este texto forma parte del libro LEYENDAS Y CUENTOS DE ENCANTAMIENTO RECOGIDOS JUNTO AL ESTRECHO DE GIBRALTAR. Editado por Asociación LitOral)
Esto era una mujer que, cuando se casó, no sabía que su marido era un mago. En realidad, de su marido sabía muy pocas cosas porque el hombre, además de que como mago no era ningún lumbreras, como persona también dejaba mucho que desear: era muy avaricioso, tacaño, no le daba a su mujer ni una perra gorda para nada y, además, era tremendamente celoso.
Su mujer era una señora de muy buen ver, muy elegante, guapísima, quizás por eso el mago sentía celos y la maltrataba. Por todas estas cosas ella decidió abandonarle.
Adivinó el mago sus pensamientos y, para que no pudiera hacerlo, preparó un embrujo y la convirtió en un ser invisible. Entonces se dio cuenta de que, claro, estando su mujer en una dimensión diferente, en un estado invisible, y él en su estado natural, normal, de persona humana, pues no la podría vigilar, que era lo que a él más le interesaba. Así, un poco nervioso, a toda prisa, preparó unos potingues, inhaló sus vapores y se convirtió también en un ser invisible.
Las gentes del lugar, como habían dejado de verlos, pensaron que a lo mejor se habían ido a Buenos Aires, que entonces estaba muy de moda y que la casa la habían abandonado. Pero nadie se atrevió a ocuparla ya que todo el mundo sabía de las malas pulgas que gastaba el mago.
Fue corriendo el tiempo, la casa se fue deteriorando y, a la vuelta de pocos años, se convirtió en un edificio en ruinas. Surgieron entonces rumores de que en los alrededores de la casa se oían sollozos y lamentos de mujeres maltratadas y de que en aquella zona aparecían animales salvajes de una naturaleza nunca vista. Todo esto hizo que la gente rehuyera pasar por allí. Tenía que ser alguien con mucha necesidad para pasar cerca de aquella casa. Como aquel contrabandista mochilero que aprovechaba que era un lugar deshabitado para tomarlo de camino tanto cuando iba cargado como cuando volvía de vacío.
Cierto día, cuando pasaba este contrabandista junto a un trozo de muro del patio que aún quedaba en pie, vio una gallina seguida de muchos pollitos chicos. Todos sabemos que las gallinas son muy dadas a buscar un nido entre las matas y a poner allí sus huevos. Esto fue lo que pensó este hombre. Y como no sabía quién podría ser el dueño, pensó llevárselos y devolverlos cuando apareciera. Cogió los pollitos y, como no tenía otro sitio, los puso en el sombrero con mucho cuidado porque estaban recién nacidos. Eran muchos y estaban apretadillos, pero consiguió colocarlos todos. Después fue a coger la gallina, pero, nada más tocarla, el animal desapareció por completo, se perdió de su vista. El hombre miró el sombrero y vio que los pollitos tampoco estaban, también habían desaparecido. El hombre, lógicamente, se escamó un poco, relacionó el asunto con la historia del mago y se marchó de allí.
Desde entonces, siempre que tenía necesidad de pasar por aquella casa en sus viajes, miraba por si veía algo extraordinario, porque aquello de ver una gallina que desaparecía lo tenía algo preocupado. Y así fue como un día consiguió ver una gata en lo que había sido la puerta de la casa. Él dedujo que era una gata porque, además de que era muy lustrosa y bonita, tenía el pelaje de tres colores y había un refrán que decía que “de tres pelos, ni gato ni perro”, tenía que ser gata o perra. Era una gata blanca, negra y con un rojo lleno de matices muy bien repartidos, una gata preciosa.
Empezó la gata a maullar y a ronronear como suelen hacer cuando los gatos están contentos y el hombre se acercó para acariciarla. Pero nada más mover un pie, la gata desapareció.
-Caramba, otra vez un animal que desaparece.
Pero no duró mucho su extrañeza porque donde estaba la gata apareció una mujer de cuerpo perfecto, bellísima, una mujer como él no recordaba haber visto ninguna en su vida. Temeroso de que con esta aparición ocurriera como con las anteriores, que se habían esfumado, el hombre, sin moverse, le rogó que no se fuera, que él estaba muy contento de verla, que tenía necesidad de hablar con ella y de saber qué hacía en aquel lugar.
La mujer le dijo:
-Soy la esposa del mago avariento, mi marido me volvió invisible y él también está así para poder vigilarme constantemente.
-Pero... habrá alguna forma de romper este encantamiento –dijo el joven.
-Este embrujo sólo podrá romperse si aparece un hombre dispuesto a luchar con el mago y a vencerle. No tendrá que quitarle la vida, bastará con que le haga sangre.
Dicho esto, la mujer continuó:
-Quien venga tendrá que hacerlo en la noche de San Andrés a las doce y media en punto de la madrugada. Y ahora no tengo más remedio que marcharme.
Y desapareció. Nuestro hombre se quedó aún más preocupado que nunca, incluso pateaba el suelo pensando por qué le tenían que ocurrir a él aquellas cosas de seres que aparecían y desaparecían. Cuando se serenó, pensó: “Bueno, estamos a mediados de noviembre, la noche de San Andrés no tardará tanto en llegar”. Y, como él estaba decidido a ir allí a luchar con el mago, pues esperó hasta que llegara la noche de San Andrés.
A la hora que le había dicho la mujer, estaba allí nuestro hombre. No llevaba ningún arma, sólo aquella navaja que siempre le acompañaba metida en uno de los bolsillos del pantalón. Cuando el hombre llegó allí, el bosque estaba en un profundísimo silencio, algo anormal porque ni el viento hacía ruido moviendo las ramas de los árboles. Dieron las doce y media y oyó como si algo se arrastrara por entre las matas. Enseguida se presentó ante él una enorme serpiente tremendamente grande y repulsiva. Venía en un plan bastante agresivo, traía la cabeza y parte del cuerpo levantados del suelo, silbando constantemente y sacando una lengua roja como el fuego que terminaba en dos puntas. Llegó a nuestro hombre y empezó a darle vueltas a sus pies, a enroscarse en sus piernas hacia arriba.
Nuestro hombre, que no era persona de miedo, era consciente de que su vida corría un gran peligro, pero pensaba también que aquella mujer a la que ya él amaba debía regresar a su estado natural. Sin embargo, no movía un solo dedo, como si una fuerza maligna y misteriosa lo tuviera totalmente paralizado. El reptil seguía enroscándose hacia arriba y tenía la cabeza a la altura de su pecho. Hubiera bastado uno de esos movimientos rápidos de estos animales para morderle la garganta o la nuca y quitarle la vida. Ante estos pensamientos, el hombre intentó reaccionar y se llevó la mano al bolsillo para sacar la navaja, pero comprobó que uno de los anillos de la serpiente se lo impedía.
Entonces ocurrió algo inesperado y rápido como el rayo: desde las matas cercanas, una criatura con una habilidad propia de los felinos, saltó sobre los anillos de la serpiente y, con una furia tremenda, como si fuera un animal rabioso, empezó a morder y a arañar al reptil. De las heridas, aunque no eran profundas, empezó a brotar sangre y el reptil se esfumó. No cayeron sus anillos inertes a los pies de nuestro amigo ni tampoco se fue como había venido, sino que desapareció.
En aquel momento, el bosque recobró su punto. Se oyó el grito de la corneja, el ulular del búho, el extraño ladrar de la gandana y un ejército infinito de grillos entonó su chirriante canto. El mago había sido vencido y el encanto se había roto.
En la puerta de lo que había sido la casa del mago apareció la mujer que ya conocemos, pero esta vez era más elegante, radiante y guapa y venía en carne mortal. Traía en su cuadril derecho una canasta de mimbre de tamaño grande con dos asas y en ella traía su ropa.
Se miraron con una alegría infinita, se acercaron el uno al otro y se saludaron cariñosamente. Como deseosos de abandonar pronto aquel lugar, empezaron a caminar llevando la canasta entre los dos, cada uno de un asa.
No habían andado muchos pasos cuando oyeron tras de sí un insistente “pío, pío, pío, pío”. Eran la gallina y los pollitos que les venían siguiendo. Sintieron lástima de aquellos animalillos y, para que no fueran pasto de los bichos montunos, decidieron llevárselos en la canasta. Los colocaron dentro y, para más seguridad, los cubrieron con una prenda de ropa de la mujer.
Caminaron de nuevo llevando la canasta entre los dos, pero, a poco que habían andado, se dieron cuenta de que la canasta cada vez pesaba más y más y más. Y ya, cuando habían caminado un buen trecho, llegó un momento en que casi no podían con ella. La pusieron en el suelo antes de que se rompieran sus asas, levantaron la prenda de ropa y vieron que allí de gallina y de pollitos no había nada. Lo que había eran muchas, muchísimas relucientes monedas de oro. Era todo lo que el mago había ido ahorrando con su tacañería y su avaricia durante toda su vida.
Como es natural, nuestros amigos no cabían en sí de contentos. El hombre dejó el contrabando y vivió muy feliz acompañado de su mujer y de aquella preciosa gata de tres pelos, que no era otra que su hada protectora. Y con esto y un cesto con pan y pimientos y rabanillos tuertos, termina este cuento.
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